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«¡La Virgen, nene!»

Morante corta tres orejas en una tarde nublada por la escasez de los toros de D. Domingo Hernández. Emilio de Justo, firme, perdió los trofeos con la espada, y Juan Ortega no tuvo opción

Uno siempre vuelve a donde fue feliz, y yo me moría de ganas de volver a pisar Jaén. Jaén es para mí como para Migue Benítez la Calle de los morenos, porque “en esta calle no nací, pero yo soy de aquí”. La vivo en una cuesta, en sus lienzos verdes, en su Esperanza o en un “ven acá p’acá”. Jaén es la paz de entre los ruidos, es cuna del oro aunque la riqueza aquí no echa raíces, porque su tierra es ella en sí. Puede que se olviden de ella, pero yo no pensaba hacerlo. Hoy todo el mundo te mira. Y la Virgen, nena. Qué guapa estás. Y más desde tus arenas, que hoy palpitaron como son.

Era negro el primero, finito de capa y sin mucho descaro de pitón. Distraída fue su salida, sin emplearse en ningún lance apenas, sin pena ni gloria. Mansurrón fue en el caballo de primeras, rehuyendo dos picotazos, yéndose luego al caballo que guardaba la puerta, donde algo más se empleó bajo una puya mal puesta, causándole destrozos en el cuero. Hizo hilo y apuró lo más grande en las peculiares banderillas que suele rehiletear la cuadrilla de Morante, al uso de las antiguas, con colores rojigüaldos. Tras pedir permiso a las autoridades, a por el toro que se fue el cigarrero. Pausando, rodilla en tierra, reposado sobre Jaén se erigió Morante en sus principios con la muleta, templando barbaridades y llevándole el morro cosido al ahora ensuavizado toro, cuyas asperezas se habían ido así como de plata habían abandonado el ruedo. Como si de salón lo estuviera haciendo, caminó muleteando hacia los medios como quien se pasea por sus jardines. El toro era otro, ahora obedecía medianamente y se movía delicadamente, sin tener gran transmisión por tenerle que insistir Morante de cuando en cuando para que acudiese a la bamba de su franela. Sutileza por bandera, y a caminar el azabache. Se sonreía el de La Puebla, qué le gusta un jugueteo. Toreaba a placer. Cada muletazo a pies juntos, al natural la muleta, bien parecía el reflejo de los campanarios de la Catedral de la Asunción, firmes sobre lo abrupto de las montañas. Hubiera temblado Vandelvira al oír sonarle las campanas. Justo y necesario estuvo Morante, que hizo de lo bueno breve, y de lo breve dos veces bueno. Mató de media estocada, algo caída, agarrada, sin dejar de torearlo hasta el final. Con el último por la izquierda le enseñó el camino al otro barrio. Oreja.

Más de un “ole” se le derramó al recibo capotero de Emilio de Justo, algo descompuesto por los apretones que hacía tragar el también negro segundo, bien presentado, con cuajo y cuerna adecuados. Cierto caos armaba con los violenteos que metía, así fue en el peto, donde a pesar de entrar desordenado, tomó dos largas puyazos, yéndose para las vueltas del caballo y su peto. Se protestó la intensidad de ambos, de los cuales el toro salió completamente ajeno a los engaños, sin querer saber nada de nadie. Segundos bastaron para que el toro reiniciase el chip, volviéndose complicado de nuevo por violento. Aun así, tanto Manuel Gómez “El Pollo”, como José Manuel Pérez Valcarce brillaron aún más que los focos ya encendidos, poniendo pares de mucho mérito y exposición, que les brindaron la ovación del público. Encajado y por abajo comenzó faena Emilio de Justo, genuflexo, pudiéndole a cada embestida por leñera que fuera. Tenía que caer otra serie, y cayó, a lo que se metió al público en el bolsillo. El toro comenzaba a ser algo áspero, debido a que sin tener gran profundidad, arreaba mucho desde su entrada a la muleta hasta que le apetecía salirse, siendo a veces a medio camino, otras no tanto. Para trazarle muletazo, había que labrarlo, sudar fraguas, y no quiso hacer menos Emilio de Justo. El toro exigía y para colmo no recompensaba suficientemente aunque se le estuviera a la altura, lo que imposibilitaba mayores vuelos. El cacereño estuvo firme, y redondeó nuevas ligazones que hicieron saltar vuelos mayores. La plaza sabía del mérito y valor que tenía su hacer, y le recompensó todo lo que no lo hizo el burel. A matar tocaban. No era fácil de cuadrar, y tampoco de meterlo en vereda camino a la guadaña. Puso la estocada entera, un punto caída, que al rato sirvió. El público le pidió la oreja, pero no fue concedida por la espada, supongamos. Saludó por lo tanto una fuerte ovación.

Una sóla verónica hizo el recibo en lo que le tocaba a Juan Ortega, pues no fue lo demás sino brega de tránsito por ambos pitones, cerrada en tablas. Quería irse el negro bragado, fino y acorde de espadas, camino al caballo que guardaba la puerta, no consiguiéndolo como primera entrada, en la cual la puya se puso de paletillazo, sin ser rectificada. Lo consiguió a la segunda, entrando cabecero y desordenado. Buenos pares de banderillas se le pusieron al animal, asomados al balcón. Por doblones empezaba aquello, sereno Ortega. Caminándole hacia las afueras se encontró con grandes y despaciosos muletazos, jaleados hasta pedir música. Dos telediarios fueron aquello, pues el toro comenzó a distraerse en lo que se rebosaba (que no lo hacía mal, simplemente decidió hacer caso omiso a la muleta) no pudiendo Ortega colocarse lo suficiente como para estructurarle series ordenadas más allá del muletazo suelto. Esto generó protesta y palmas de tango para reclamar prontos finales, y no se lo pensó lo más mínimo el sevillano, que se fue a por el estoque de verdad. La puso entera y a la altura pero contraria, lo que requirió descabellar, acertando de una. Pitos al toro, palmas para el torero.

No había salido el toro, que fue mostrarse la tablilla, que marcaba 449 kilos, y comenzó Jaén a pitar. Salió, y se confirmó la tragedia. Menos por pitones (que no le salvaban), un gatito, o así lo vio Jaén. No se empleó en el capote de Morante, cayendo además de seguido. Se hizo daño en una mano, y la plaza no iba a perdonar. Pasó sin nada en el caballo y en el caldero del ambiente y no del vestido del de La Puebla, asomó finalmente el pañuelo verde.

En su lugar, un sobrero de D. Sancho Dávila, al que le nacieron algunos pitos de tablilla de nuevo por el peso. Era negro de pelaje, algo gordo de mazorcas en la base pero no tanto de puntas, escasito de badana y trapío de nuevo. De nuevo y consecutivamente, por mucho que la de Jaén sea una plaza de segunda categoría, un ruedo como este pide más. Detalles dejó la capa de Morante en lo que salió, no habiéndose hoy desplegado lo que las gentes hubieran querido. Al caballo al menos fue empujando, y con la inercia que el público traía de antes, se le protestó igualmente, por ver si en toriles se guardaban algo. No se atendió, también es verdad que no correspondía. Sin más en banderillas, a la altura como suele la cuadrilla. Y en un mar revuelto estaba por partir a navegar aquello. Lo que Dios quisiera, así como lo que mandaran las manos que lidiaban. Morante tiene el aura del que ha vivido mil amoríos de los que duelen, sin renegar él de ninguno ni por despecho ni por orgullo. Y así se expresó. El público tiene en común con el aficionado a los toros la capacidad de pasar de la rabieta al buen jaleo, y en esas estaba el plan. Mejor de lo que parecía de primeras metió al toro Morante en muleta, haciéndose y haciéndolo poco a poco. Variado, añejo, sabroso estuvo. La banda sonó algo desacompasada, por lo que la dirección hizo por parar para intentar reanudar pasodoble, pero Morante “se hizo un Tejera” y les mandó a callar, enrabietando a la plaza, enrabietándose él con ella, y todos a una, hicieron de cada ole la música de esta faena, que bien podía escucharse desde el Castillo de Santa Catalina. Resucitó Jaén en cada rugido al Lagarto de la Magdalena, y Morante lo hizo explotar a cada lance que pintó. Se caía aquello, y tocaba terminar plaza en pie. Puso una estocada en el sitio, crujiendo la Alameda, cayendo el toro, y dos pañuelos por dos orejas. Fiesta. Al toro se le dio la vuelta al ruedo, excesiva teniendo en cuenta el escaso caballo y las manos ensalzantes de Morante.

Tras algo así, hay que salir a la guerra. Se vistió de Rambo Emilio de Justo, postrándose arrebatado de rodillas para recetar apretando los dientes una larga cambiada desvergonzante en lo torero, un “aquí está el tío” en toda regla. Doblando la rodilla prosiguió ahora, desplegado con las palmas de las manos, poderoso y entorerado, llegando a la piedra. El caballo fue un tanto desastre de nuevo por escasa fijeza del animal, que tomó dos puyazos sin más dilación. En los palos, se movió y acortó distancias, buenas manos tuvieron los del torrejoncillano. La faena de muleta fue una montaña rusa. El toro arrancó metiéndole leña al paño, y Emilio de Justo lo supo aprovechar. Precisaba la labor de una colocación y formas inmaculadas, y no fue menos el extremeño, cuyas manos anduvieron lúcidamente sobre el ruedo jienense. Fue escalando ascendentemente, hasta plantarse en una serie en la que se hizo con las arenas y los pitones, muletazos cosidos entre sí, pareciendo el toro un enviado de arriba, cuando no eran más que las manos de su lidiador tocando las teclas precisas. Parecía que ya estaba montado el jaleo, y sin previo aviso, justamente acto seguido, el toro se rajó descaradísimamente, sin pelos en la lengua. Caminó a tablas y dijo “aquí me quedo”. Ojú. Para allá se fue el de Torrejoncillo, pero ya poco tenía que ver con lo anterior. No obstante, aun allí le arrancó más de una serie muy conseguida, exponiendo y entregando todo cuanto le faltaba al animal. Hasta puso gentes en pie. Dicho esto, tocaba matarlo. Lo ponía muy difícil por no querer salirse de tablas, atrincherado en los terrenos de toriles. Allí, pegado a la puerta cerrada, tuvo que cuadrarse. Tres veces tuvo que entra hasta colocar al fin la espada, algo trasera y tendida, con la que se echó finalmente al rato. El público intentó curar el dolor de la marra de aceros con una ovación.

Presentable era el último de la tarde, ya oscuros los cielos, a juego con sus pieles, finos los cabos y terciado y bajo de caja. No muy receptivo quiso mostrarse en la esclavina de Juan Ortega. Cumplió buen en el caballo, empujando dos varas correctamente puestas. Corazón en puño en banderillas, se comía el toro a quien le quisiera poner palo, persiguiéndole los pechos hasta las mismas tablas. Faena. No gran cosa se había visto hasta el momento, más bien pegas, y afloraron de nuevo en la pañosa. Entraba zigzagueando en el embroque y por tanto causaba la duda en el engaño. Poco pudo durar aquello de nuevo, se pedían finales a pesar de las ganas que tenía la plaza de ver al torero. Abrevió Ortega de nuevo, poniendo la estocada, un poco caída, que surtió efecto. Palmas.

La corrida del hierro a nombre de D. Domingo Hernández fue escasa un poco de todo. La mitad eran para Jaén y la otra mitad para novillada. De juego, sólo destacó en cierto modo el primero, que Morante hizo mucho mejor de lo que era. Por momentos pudo parecer que el quinto iba a emplearse, y así lo hizo, pero bien poco duró su casta, rajándose a tablas. El mejor de la tarde fue el sobrero de D. Sancho Dávila, también justito de hechuras, también ensalzado por Morante, quien le cortó dos inventándose otra obra de arte. Mal en el caballo en general, para colmo, aunque al menos tomaron todos las dos varas. De Morante ya les he hablado suficiente; Emilio de Justo estuvo muy firme y dispuesto, salió a la guerra y terminó en empate por no rematar con la espada; y Juan Ortega no tuvo opción alguna con su lote. La plaza casi llena y un gran ambiente a pesar de algún “chillío”. Jaén pide toros, a ver si se le responde.

Ya quedan cabos sueltos, pero Jaén es formalmente, para mí y para muchos, el punto y final de la temporada taurina. 2021 ha sido, a pesar del maldito bicho, un año grande para el toro, para todos nosotros. Un año de heridas, así como de reivindicación. Tenemos que levantarnos, y queda mucho camino por andar. Hemos brillado mucho hoy y ayer, aunque nos quieran pintar lo contrario. Y no me cabe duda de que lo haremos de nuevo una y otra y otra vez. Y como ayer, no podrán con nosotros reyes, papas o la madre que nos trajo al mundo. Porque somos eternos. Gracias por aguantarme la matraca toda una temporada, señoras y señores. Les prometo que volveremos. Así como vuelve ahora mi verso para echarse luego a dormir con el de los marfiles:

Duerme la guadaña,
Sueñan los marfiles,
Nubes negras claman,
Ojos verdes viven;

Tú eres mi calma,
Eres mi bandera,
Tú toro, eres mi España,
Y no habrá nunca quien te muera.

RESEÑA

Sábado, 16 de octubre de 2021. Plaza de Toros de Jaén. 1ª de abono de la Feria de San Lucas. 6 Toros 6, de D. Domingo Hernández, para:
Morante de la Puebla, de caldero y oro, oreja y dos orejas; Emilio de Justo, de negro y oro, ovación con saludos en ambos; Juan Ortega, de verde hoja y azabache, palmas en ambos.

Incidencias: José Manuel Pérez Valcarce y Manuel Gómez “El Pollo” saludaron desmonterados una fuerte ovación tras banderillear al segundo toro de la tarde. El toro lidiado en quinto bis, de nombre “Viña”, de la ganadería de D. Sancho Dávila, herrado con el nº4, nacido en febrero de 2016.

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