He visto pasar un mundo entero ante mis ojos: apicultores, cetreros, cazadores, olivareros, caballistas, rehaleros, agricultores, ganaderos, tractoristas, galgueros, latifundistas, vaqueros, mayorales, toreros, orgánicos, monteros, pastores, cerealistas…
Hacer un cálculo de cuántos cientos de miles de personas se unieron en la capital de España me temo que es imposible, pero saber por qué lo hicieron no resulta tan complicado: el campo se muere de hambre y un Gobierno irresponsable y sectario se encarga de acelerar su defunción.
Me pregunto qué pensarán nuestros dirigentes tras auspiciar un logro tan excepcional, casi milagroso, como es el de aglutinar bajo una misma voz al terrateniente y al labriego, al sindicalista y al empresario, al que siembra y al que caza, al que ordeña vacas de leche y al que lidia toros bravos. Agredidos todos por quienes deberían velar por sus derechos, despreciados por los que, lejos de crear un marco común de convivencia, legislan desde el radicalismo ideológico y desde la más deplorable dejadez, han formado una marea humana formidable para anunciar que no están dispuestos a morir. Y que, si unos políticos instalados en su pulpito de moralina siguen anteponiendo su agenda propagandística a las necesidades reales del mundo rural, este 20-M no es el final, sino solamente el principio.
Vuelvo a Sevilla y el tren pasa ahora por Despeñaperros, ese lugar salvaje que siempre observo con la emoción con la que, quizá, no haya contemplado nunca a nadie. Y pienso en cómo el corazón del campo, sus mismísimas entrañas, han llegado hoy a la capital, han pisado su asfalto y se han plantado ante esas oficinas de la insensatez que ignoran su existencia. Y vuelvo a recordar esa marea naranja que, como un atardecer, se perdía en el horizonte de la gran ciudad con su estremecedora lección de civismo y dignidad a cuestas. Sin romper un escaparate. Sin quemar un contenedor. Sin volcar un coche. Posiblemente, sin pisar una flor.
