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Manolete, la elegante melancolía del toreo

Homenajeamos al mito eterno del toreo en el 74 aniversario de su muerte

Llega un nuevo 28 de agosto, esta tarde las cuadrillas harán el paseíllo desmonteradas en Linares. El minuto de silencio recordará a Manuel Rodríguez ‘Manolete’ en todas las plazas que celebren festejos. Un homenaje perpetuo para una figura clave en la evolución del toreo. Hasta aquel día de 1947 en el que se cruzó con Islero, ‘El Monstruo’ había impregnado de solemnidad cada uno de sus gestos en las más de 500 corridas en las que intervino en su vida.

Tras la tragedia proliferaron los imitadores, pero por encima de aquella inocencia que quería hacer lo de Manolete sin sus conocimientos adquiridos con la experiencia y su inmenso valor, quedó para las generaciones venideras de toreros una forma de estar en la plaza, de citar, de templar, de recrear el tramo final del muletazo, de colocar el cuerpo para ligar… Todas las aportaciones de Manolete tuvieron una elegancia muy personal.

Manuel Rodríguez nació en Córdoba en 1917, su padre –de idéntico nombre– fue torero. Su madre había estado casada con Lagartijo Chico y quedó viuda por lo que se casó con el primer Manolete. Desde niño tuvo esa fragilidad en su delgado cuerpo que hacía dudar de que fuera capaz de lidiar un toro. El paso de los años afianzó su afición, su lucha por ser torero y su propio concepto. Conoció a Camará con quién haría un tándem perfecto y hasta el último de los días.

Una de las características de Manolete era su apariencia seria, triste y parsimoniosa. Una melancolía elegante que, en la distancia corta, la timidez se convertía en confianza y calidez. Jamás perdió los nervios, parecía impasible a todo, de hecho cuando recuperó el sentido tras la cornada de Islero lo primero que preguntó fue que si le habían dado las orejas y lo último, ya consciente de que perdía la vida, fue “qué disgusto se va a llevar mi madre”.

Fue un torero muy completo, por su forma de mecer la capa, por su arte al recoger la media, por el estoicismo de los planteamientos de faena, por sus exquisitos naturales, por sus solemnes naturales, por su pureza estoqueadora. “Ah, si Manolete sonriera” declaró Lupe Sino a Dígame antes de su idilio con el mito del toreo. La serenidad fue otro de sus grandes rasgos. Se le atacó por torear de perfil y por ceñirse a un limitado repertorio. No fue un torero largo pero sí muy capaz y muy completo. Sólo puso una vez banderillas, fue en Arganda del Rey durante un festival benéfico.

El escritor Pepe Alameda define así el toreo del Monstruo en su libro ‘El hilo del toreo’: “Manolete fue un torero sin fantasía, pero de una lógica irrefutable y por donde quiera que se le vea, su toreo de perfil era un riguroso sistema, no una pícara estratagema”.

Pese a la guerra toreó 36 novilladas adquiriendo un importante cartel, asentando las bases del toreo que vendría en los años venideros. Tomó la alternativa en Sevilla el 2 de julio de 1939 de manos de Chicuelo y en presencia de Gitanillo de Triana. El toro de la ceremonia se llamaba ‘Comunista’ de la ganadería de Clemente Tassara. Acababa de terminar la Guerra Civil y con acertado criterio se decidió cambiar el nombre al de ‘Mirador’. Esa primera temporada sumó 16 contratos como matador de toros confirmando la alternativa en Madrid el 12 de octubre de manos de Marcial Lalanda y con Juanito Belmonte. El toro, de la ganadería de Antonio Pérez, se llamó ‘Tejón’ aunque al que le cortaría las dos orejas sería al segundo de su lote.

Su carrera fue meteórica, aportando grandes hitos para la historia del toreo en plazas como Madrid, Barcelona, Sevilla, San Sebastián o Valencia, entre otras muchas. Fue todo un ídolo en México, dónde se refugió en momentos de acoso social por su relación con Lupe Sino. En América estaba el futuro que nunca llegó.

Confirmó en la Ciudad de México, en el Toreo de la Condesa, el domingo 9 de diciembre de 1945, con Silverio Pérez de padrino y Eduardo Solórzano como testigo. El burel de la ceremonia se llamó «Gitano», de Torrecilla, y le cortó el rabo. El segundo de su lote le infirió una cornada.

La tarde del 28 de agosto de 1947 alternaba en Linares con Gitanillo de Triana y con Luis Miguel Dominguín. En el hotel Cervantes, cuando Manolete se dirigió al cuarto de baño pasó por la puerta entreabierta de la habitación de Luis Miguel. Escuchó el bullicio, reconoció las carcajadas de un anterior partidario suyo y siguió hacia el baño. Cuando regresó a su habitación recibió la visita de Luis Miguel con quién había alternado en la famosa Beneficencia del 46 (única actuación de Manolete en España de aquel año) en la que fue lanzado Dominguín. Habían compartido otras tardes generándose una fuerte rivalidad. Manolete, ya cansado y de vuelta, le dijo a Dominguín: “Cuando acabe esta temporada me retiraré. Heredarás mis amigos y también mis enemigos”.

Aquella tarde en Linares, como en otras muchas de aquella temporada que inició Manolete en el mes de junio, se encontró un público a la contra. Dureza y exigencia en los tendidos pese al gesto de matar una corrida de Miura. En quinto lugar salió Islero que resultó reservón y peligroso. Manolete se entregó en una faena de una pureza desmedida con un toro que se ceñía especialmente por el pitón izquierdo. Remató la obra con tres portentosas manoletinas y cuadró al toro para entrar a matar. Se tiró despacio y con el pecho, como solía hacer. La estocada hasta las cintas y la cornada en la ingle. Islero cayó rodado mientras Manolete era conducido a la enfermería. La agonía se alargó hasta la madrugada con distintas intentonas para salvarle. Se convirtió así en el mito eterno del toreo.

Más allá de la tragedia, es recordado por su esbelta figura, su empaque, su señorío interior, saber ser una figura del toreo. Una elegancia modélica e intachable, un auténtico señor que entregó su vida al toreo, que marcó el devenir de la tauromaquia.

Foto: Archivo Finezas

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