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Arte en Marfiles III: Rodin y el torero

Las figuras piensan, o al menos eso vi cuando se postraron mis ojos ante el cincel de un loco nacido en la ciudad del Sena, en las mismas aguas que lo vieron vivir, que aquel día querían caer del cielo gris.

Auguste Rodin fue uno de esos artistas a los cuales, a la hora de promulgar su verdad, las bolitas de Paula le llovían del Cielo a la sien, derramándose luego al cincelar, quitándole la vida a la realidad para plasmarla en lo inerte, en lo que se ve pero nunca se llega a tocar plenamente.

Pensar es algo que todos creemos hacer, pero no es algo al alcance de cualquier ente humano. Precisamente el ser humano, por no ser a veces suficientemente consciente de su condición, cae en un hedonismo falsamente intelectual, que razona (y no por ello piensa) que el almacenar informaciones, más o menos dudosas en procedencia dentro de su memoria, le supone una auténtica transubstanciación camino a un supuesto Demiurgo, que pretende decidir cuáles seres merecen más la vida, qué es pecado y qué no lo es, y qué bandera portarán los elegidos al reino de sus Cielos, aunque vida sólo haya una. Tonterías. Más humano que Sócrates pocos se me ocurren, y ya dijo él que “sólo sé que no sé nada”.

Rodin planteó, a mis ojos, con el dramatismo existencial que sugiere su obra, primeramente, que el espectador se pregunte qué es lo que está frente a sus ojos. Segundo, qué es lo que ve con ello. Y tercero, y jamás finalmente, de hecho es este el principio de todo, da de pensar al espectador en dos palmos de momento. Busca encarnar esta máxima figura en su obra más conocida, “El Pensador”, la cual ustedes pueden ver en portada. Pensar, y sigo con Sócrates, no es sino, para empezar, darse cuenta de la ignorancia de uno mismo. Acompañado de esta dura y contundente entrada, el pensar pasa a ser la búsqueda inagotable de sentido, la senda del Ser. También relataría este hecho Descartes, paisano de Rodin, no existe quien no piensa.

También se piensa en movimiento, ¿no? Ignacio Sánchez Mejías.

Una vez más, se hallarán ustedes en la tesitura de preguntarme qué carajo sale de mi cabeza a la hora de escribir esto, qué es lo que tiene que ver esto con la Tauromaquia. Intentaré relatárselo. Yo veo a Rodin en cada ruedo, y no sólo en los marfiles. Y ustedes lo verán también.

Hay muchos tipos de aficionado, pero me gusta pensar que el buen aficionado no anda acorde a unos u otros gustos, pues para ellos, colores. Para mí, desde mi humilde ventana, el buen aficionado es el que conoce y busca conocer, dígase; el que sabe y piensa. Alguien que únicamente reside en lo estético se encontrará con un espectáculo del agrado o desagrado de sus cinco sentidos. Quien reflexiona, hallará cuestiones, respuestas. Que puede que a uno le tachen de lunático, pero que se vea la Luna por la ventana no quita que se tengan los pies en el suelo igual o incluso probablemente más que cualquier otra persona. A veces la verdad está en el llanto, pues la verdad duele sin límite de tiempo. Ahí se halla El Pensador. Ahí, y en los tendidos, también vestido de luces sentado en un estribo, hilando el pensar en movimiento, esperando a la vida y al caer de los aceros.

A veces los demonios atacan de frente al pensador. «La temeridad de Martincho en Zaragoza», De Goya.

No siempre sienta el pensador, dígase el torero si así se tercia llamarlo. A veces tan solo espera. Pero siempre busca, aun desde el reposo. Hállese así a sus espaldas el libre albedrío: no siempre el pensamiento humano conduce al buen camino. El ser humano sabio debe de saberse, además de ignorante, imperfecto, corrompible a pesar de todo. Y sobre él no sólo se cierne el mal físico, también le acecha el mal moral, el cual infringe de cuando en cuando, ya sea con mayor o menor intencionalidad. Sus pasos le conducen al Cielo, o al mismo Infierno. Y hállense así frente a él las puertas de ambos. No es el Infierno sino la ausencia de bien, todos nuestros demonios en definitiva. 400 demonios, como los que rezase al viento Taifa Yallah, atormentan al torero en cada tarde, y tras la cama del hotel sobre la que se sienta. No hay que ser un semidios o vestir de luces para sufrir a los ángeles caídos. A cualquiera le pueden atormentar en el día a día. Lo importante es hacerse sobre ellos. Caminar hacia la puerta del Cielo. Aunque estemos a las puertas del mismo Averno.

«La puerta del Infierno», de Auguste Rodin.

Al morir Rodin, la escultura fue redefinida como “algo que imita la vida a través de la amplificación y la exageración del todo”. Bingo. ¿Qué es el toreo si no? Una corrida de toros es, en definitiva, una metáfora, dramática e hiperbólica, de todo cuanto acontece en nuestro mundo. La vida y la muerte, el llanto y la risa, la euforia, el silencio. La verdad como única salvación. Ahí es todo, y nada en un momento. En tres horas, esté la plaza llena o no. Salgan mejor o peor las cosas, así en la Tierra, que es el albero, como al Cielo al que se le canta cada tarde que asoman los marfiles de entre la oscuridad. Rodin tomó su inspiración de los griegos, ¿qué hacemos si no nosotros cada tarde? Tauros (ταῦρος) y máchomai (μάχομα) forman la palabra Tauromaquia. Forman lo que somos. Abarcamos todo el arte, y más. Un trincherazo, una verónica, una estocada… todo. Y dicen que el arte nunca muere. Qué suerte la nuestra.

Y es que las puertas del Cielo son hasta palpables. Créanme, no estoy loco. Bueno, a lo mejor sí.

 

 

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