Que no relumbre un nombre no menosprecia el arte de quien sabe apreciarlo. Tan solo hay que aprender a hacerlo. Eugenio Lucas Velázquez brilla en nuestro tiempo tan solo a expensas de su segundo apellido para el público general, a pesar de no tener más lazos que a él lo unan con el grandísimo pintor sevillano tocayo en apellido aparte del arte de la pintura.
Se habla del romanticismo en el toreo cuando se aboga por lo pasional por encima de cualquier otra raíz, apoyado el torero sobre la bohemia de la historia más arrebatada y flamenca (en nuestro caso), a camisa partida y espumas de mares por bandera. Se habló y se habla de románticos cuando han sustentado la pañosa El Pana, Esplá o Morante, así como lo hicieran Costillares, Espartero, Pedro Romero o Antonio Montes. Toreo aparte, no para todos es ese el único y supremo romanticismo, no al menos en el ámbito general, a pesar de ser estas figuras en él bastiones de su existir. El romanticismo es esto, y mucho más.
Se nos planta en las narices esta chispeante obra de arte, en reflejo de un encierro propio de un pueblo, del pueblo. Se trata de algo que vivimos a día de hoy, mas nunca de la misma forma que antes, como suele ocurrir. Esta obra establece de primera mano el canon principal sobre el que se cimientan las obras propias del movimiento más desgarrado: la atmósfera. Se plantea así un universo completamente nuevo a ojos de quien lo observa, aunque le evoca recordares. Aun sin haber vivido momentos tan puramente representados, al espectador le surge la impresión que labra la nostalgia sobre el adentro, naciendo una añoranza desmesurada sobre lo nunca vivido. Los tonos, las pinceladas, la perspectiva: todo. El óleo toma la mano de quien posa su mirada sobre él, y lo sumerge entre sí mismo.
Aparenta el lienzo de lejos el color, luego el jolgorio, luego el caos, luego la euforia. Como si de Delacroix se tratase, el toro se convierte en Sardanápalo para morir luchando frente al pueblo en ritual, revestido de su más excelso ajuar, que no son sino sus pitones. Hacen los oros el gentío, a lo que los cielos proclaman potencia, rebosantes de espíritu agonizante que se quiere caer con él. Los tendidos toman pie, en un delirio de grandeza, muerta la razón y desbordado el sentimiento, a flor de pieles y cornadas. Expira la Tierra.
No me pidan que lo comprenda, no se lo pido yo a ustedes. Todo tiene su explicación, menos para un romántico. En lo decimonónico las explicaciones sobran, y estalla el sentimiento más profundo oculto en las entrañas de todo quien se deja atrapar por su arte. No es el argumento en este caso el que va por delante, es el impulso, el sentir. Pero precisamente todo ello sale del adentro como ya les dije. Y dice la voz popular que la verdad se puede encontrar dentro de cada ser humano.
Cómo no, tiene que ser el arte el que con el pincel nos ponga en el sitio. Que el sentir tome la razón.
El Toro se convierte en el rey si lo rodea su corte, la del populacho, encendido en su presencia. Sin pueblo no hay reino, sin reino no hay rey, y sin rey no hay Toro. Y sin Toro, no hay Fiesta, ni la habrá. La atmósfera del cuadro apuesta por la fundición de las almas, las cuales se proclaman todas en una, dispuestas a dar la vida en ese preciso instante por gozarlo a morir viviendo. Es la elegante despampanancia, la locura como intelecto, ensalzada por encima de cualquier razón. La muerte del sofismo encarnada en el triunfo del adentro. Hay que perder la cabeza para encontrarla de vez en cuando. Cuando la Fiesta estalla, va detrás el miedo que propugna la prudencia. Y no hay quien no se parta la camisa. Bendita sea.