Hay veces que Sevilla huele a pueblo. A orejas de pueblo, a música de pueblo, a brindis de pueblo y a público de pueblo. Ya da igual que se llene la plaza o que haya un tercio de entrada; que toreen las figuras, los emergentes o los tiesos. El día que toca charanga, esto no hay quien lo pare.
Apelando al «gran momento de la ganadería» entre la estupefacción del personal, justificaba Ramón Valencia el triplete de Juan Pedro Domecq en esta feria de Sevilla. Habrá que esperar a septiembre para que sus palabras cobren sentido, porque la segunda entrega del serial, perpetrado el primer envío el Domingo de Resurrección, fue otro espanto. Todos sin la más mínima voluntad de embestir con entrega y humillación, con una absoluta falta de clase, sólo se diferenciaron porque alguno tuvo más fuerza, lo que no hizo sino dar algo más de emoción a los trasteos, y evidenciar con más claridad el mal estilo de los cornúpetas.
Con ellos, tres magníficos toreros desempeñaron su labor con tesón, conocimientos y, a veces, muy buenas maneras, si bien hacer el toreo bueno con semejantes mamotretos era tarea milagrosa. Pero triunfar si triunfaron, si podemos considerar como triunfos las sendas orejas que se cortaron, más propias de Brazatortas que de la Maestranza. Lo consiguió, por una faena irrelevante Álvaro Lorenzo. El toledano trasteó con voluntad, sin limpieza y entre el palmoteo general al animal en cuestión, que no tuvo ni ritmo, ni recorrido, y al que por faltarle le faltó hasta la funda de unos de los pitones, perdida al chocar de salida contra un burladero. La razón por la cual no pidió el público la devolución de la res yo la desconozco. El por qué sonó la música durante toda la faena es un arcano. Y el por qué le dieron una oreja a Álvaro Lorenzo, no se hubiera entendido ni en Alcaudete de la Jara, un bonito pueblo toledano. Bueno, pues se la dieron.
A mi particularmente me gustó más en su primero, al que le duró la brusquedad el tiempo que Álvaro le pegó cuatro muletazos por abajo. Después, la embestida se tornó cansina y Álvaro lo toreó con excelentes maneras, pese a la sosería de su oponente.
Completísima fue la actuación de Daniel Luque, que anduvo sobrado con el que abrió plaza, zancudo, sin humillar, y venciéndose más por falta de entrega que de peligro. Dibujó Luque lances preciosos y toreó con gusto, inteligencia y temple, pero el toro no decía nada con aquella acometida que era pura indolencia. El cuarto, muy serio y de mucho esqueleto, se quedó corto e hizo hilo, pero el de Gerena se arrimó muchísimo, con gran responsabilidad y decisión. Hubo peticiones leves, pero el presidente decidió no dejar la plaza a la altura de una portátil.
Sí tocó pelo -en el buen sentido de la palabra- Ginés Marín, imagino que por el mérito de someter a un toro temperamental y calamocheante al que le bajó los humos en una primera parte de la faena muy interesante. La segunda, ya a velocidad de vértigo, incluyó un rosario de reolinas y mantazos insólito en un torero de su categoría, pero los aficionados pidieron la oreja para el joven, ávidos de marcharse contentos para el Real de la Feria. ¿De Sevilla? Más bien, de Jarandilla de la Vera…