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Rugidos y lágrimas

Imagen: Plaza 1- ALFREDO ARÉVALO

Lloraba El Juli con los rugidos de Madrid aún retumbándole en el corazón, exhausto después de tanta entrega. Antes de ese quinto toro que le dio la gloria, había paladeado la nobleza de su primer santacoloma, primero en su capote suelto, en sus lances de manos bajas, y luego en su muleta mágica, siempre en su sitio exacto, a su altura justa, con el toque preciso, con el trazo perfecto, abriendo o redondeando la embestida según demandara el cárdeno bellísimo de La Quinta.

Lo hizo además por su palo más natural, con buen gusto, porque aquel toro era de seda y no de látigo. Administró su bravura y su pujanza, lo acarició primero y le apretó después pero sin hacer daño. Todo fue perfecto, medido, sin un paso en falso, sin un pase de más. Magistral. Se retiró a las tablas sólo con una oreja. Incomprendido.

El quinto de la tarde era serio pero bien hecho, y en la muleta hizo lo que apuntó en el capote: arrollar de lejos y embestir con clase en corto. Pero había que ponerse. Dos coladas tremendas en el inicio de su faena nos desvelaron la faceta más humana de El Juli, pensativo ante la nueva tesitura: un toro que era un enigma.

Siempre es más interesante ver al maestro con ganaderías que no controla, porque lo que hace deja de parecer un juego. Y esto, a fe que no lo era. Con la sensación en toda la plaza de que El Juli se iría a por la espada, el torero no se dio por vencido y cogió la arrancada más de cerca, amarrándola a su muleta con un toque firme de atrás adelante. Y fue entonces cuando se produjo la revelación. El de Santa Coloma tranqueó con temple y Julián lo condujo lentísimo y lejos entre el clamor de toda la plaza, que rugía ante la comunión de toro y torero.

Primero de uno en uno y luego más ligado, pero siempre buscando su sitio, ni muy encima ni de lejos, ralentizó el torero los naturales hasta el delirio colectivo en una apoteosis de pulso y profundidad con la afición rendida a sus pies. Su enorme faena tuvo primero la ambición de un principiante; después, la sapiencia de un genio; y a la postre, y como resultado de todo lo anterior, la belleza de las auténticas obras de arte: colosal, soberbia, inapelable. Dos pinchazos nos devolvieron al mundo terrenal y el torero, de rabia y de emoción, quiso tragarse las lágrimas pero no pudo.

La faena de Julián López El Juli es su obra cumbre de todas las realizadas en la plaza de Madrid. Magistral por su sabiduría; estremecedora por su hondura; maravillosa por su templanza; y grandiosa por su dificultad. Porque ya lo dijo Napoleón: «Batalla sin peligro, igual a triunfo sin gloria».

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