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Raza

Hay quien entiende a la raza como el conjunto de características físicas distintivas propias de cada uno de los grupos étnicos que conforman la sociedad. A un servidor, de ver al toro embestir, le cambió el concepto.

Las plazas. Hogares de albero, ladrillo, sangre y sol. Tanta vida como muerte han visto sus ruedos, resplandecientes en su silencio y en su jolgorio, en su día y en su noche. Hablan callando, y cuando hablan recitan de ole en ole. Son banderas del pueblo en todos sus estratos, nunca de unos más que de otros, sin más diferenciación siendo quienes buscan la eternidad en la realidad que les rodea. A ojos del aficionado, sus puertas grandes son las campanas que fraguaran los más grandes maestros para las más brillantes catedrales.

Hablar de aficionados y de público poco o nada tiene que ver más allá de la Fiesta en cuestión. El público abulta; el aficionado llena; y de nada sirve una plaza llena de bultos, sin un alma en criterio que respalda sus oles. Que no sirva como escupitajo a la foto y el cubata, nunca dije eso pues nada sobra si no viene con una resta de la mano. Ya lo dijo un buen aficionado: “aquí el que más sabe de esto, sigue sin tener ni puta idea”. El Evangelio.

Las plazas, como el ser humano, poseen voz. Son vivas y esbeltas personificaciones de la expresión, son el vivo reflejo de las cuerdas vocales de la sociedad, en el jolgorio y la increpación. Poseen voz, pero no hay quien las posea: eso las hace de todo quien las vive y ama con su vida o con su muerte.

A 25 de enero de 2022, le duela a quien se sienta el cuerpo, esto que les escribo sobre el papel y que ustedes leen en la pantalla desgraciadamente no se aplica en el mundo que nos rodea. En una España de Peaky Blinders de Hacendado y antisistemas sistemáticamente contradictorios, los tendidos están condenados a ahogarse en un papel de fumar. Partido a partido, los bultos florecen sobre el ladrillo con cada vez más asiduidad que las voces que verdaderamente hablan y dicen algo, nuevo o no. Y la democracia popular que los vestía de pañuelos se convierte en una democracia de partidos, que ni es democracia ni es nada en tantas y tantas ocasiones. “Es el mercado, amigo”.

Se dice que no quedan aficionados, y la realidad azota hasta al más optimista. Se echan de menos más Diamantes Rubios, Roscos, Orson Welles y Picassos, por decirles. Tampoco hay que ponerse delante para enterarse de algo en esto, que los toros se ven muy bien desde la barrera y desde el sol alto si no me son muy exquisitos.

La realidad es indubitable: falta palabra. Faltan voces, y sobra ruido. Falta mensaje, carácter, ahínco, cojones. Falta alma, espíritu, valentía. Falta silencio en silencio y pitido en protesta, faltan oles que crujan y sobran palmas canallitas. Falta autenticidad, y sobran falsos aficionados que, desde la ignorancia más dura, que es precisamente la menos humilde, ni comen ni dejan comer.

Se estarán ustedes preguntando qué es lo que todo aficionado o aspirante a ello debe de aplicarse, cuál es el secreto del ladrillo más lucido. Ojalá lo supiera y pudiera pregonarlo a los cinco océanos, pero en mi voz está la duda que todo ser humano predica desde la ignorancia que trae su esencia. Pero la personalidad es lo primero que a uno se le viene a la cabeza. Hoy falta de eso. La personalidad pare a la idiosincracia. Esta se rige por su propio código de principios, que desde diversas y distintas ópticas, pretende llegar a la verdad a todos común, de una o de otra forma. La personalidad se ríe del prototipo, rompe el molde si le apetece. Es la voz que suena y canta más fuerte. La única que enseña, que no adiestra.

El aficionado se pregunta por qué hay menos aficionados, y no se mira hacia adentro, como si el problema fuese ajeno a sí mismo. Lo mismo es cuestión de principios. Llenemos las plazas de verdad, de carácter tan constructivo como pasional. Que viva por siempre la raza. A echarle.

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