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Quizá, el mejor torero de la historia

Entre las dos faenas consumadas por Morante de la Puebla en la plaza de Sevilla, este periodista estuvo a punto de morir en la enfermería de la misma. No sé yo si merecía un final tan bonito, pero una vez de regreso al mundo de los vivos estoy contento. Mejor no se puede torear.

El resumen de cómo está Sevilla quizá podamos encontrarlo en lo sucedido en el trascurso de 10 minutos durante la corrida del viernes 6 de mayo en la Maestranza; justo los que van desde unas bernadinas de Roca Rey al tercer toro de la tarde a unos lances de Morante al cuarto. Con las bernadinas -señores, con unas bernadinas- se puso en pie toda la plaza. Con los lances de Morante -señores, de Morante- sólo yo y cuatro desubicados más de la vida.

Apuntado el detalle siquiera para situar al lector en el lugar de los acontecimientos, o sea, para que se haga cargo de la deriva que llevamos, procedo a sintetizar doce pases de caricia. Aunque con la muleta mal plegada, Morante rindió honores a Pepe Luis con un cartucho de pescao en el tercio como preludio a tres naturales a medio compás durmiendo los vuelecitos de la muleta, y como el toro se marchó persiguiendo la montera y un poquito también buscando ya los chiqueros, el maestro le pegó una carrerita muy en torero para buscarle otra vez el sitio; porque hasta las carreritas se pueden pegar en torero o como si las diera el lateral izquierdo del Logroñés. Y otra vez fijado el toro en el torero, dos naturales más con mucho soniquete y uno de pecho largo, muy enganchado por delante, nos trajeron la alegría del toreo por este palo de Morante, que es el palo de todos los artistas del sur fundidos en uno solo.

Luego con la derecha una tanda de paladeo, con un compás que era otra vez Sevilla pura acompañando muy natural y muy cadencioso, y abrochando con un cambio sublime rematado detrás de la cadera y abriendo el vuelo muy lento, dejando huella. Permitió entonces José Antonio que el toro buscara su sitio, que era el de los mansos, y allí en las tablas se fajó con arte, a favor y en contra de querencia, muy arrebujado y muy en torero, y lo mató perfilándose perpendicular a tablas, con un sentido magistral de las querencias y los terrenos.

DESDE EL SOFÁ TAMBIÉN SE VE AL ESPÍRITU SANTO

Le dieron la oreja y después casi me muero, niño, así que una vez consumado el milagro y ya en casa, lo de Morante de ayer lo tuve que ver desde el sofá. Y yo les digo a ustedes que desde el sofá también se ve el Espíritu Santo, por mucho que Rafaé diga que no. Si Morante tuvo el viernes como telonero a un templadísimo y entregado Roca Rey, ayer ejerció ese papel el maestro Juli, al que me encanta ver con toros de ganaderías que no conoce. Su lección de distancias, alturas y colocación de la muleta frente al precioso burraco que hizo tercero, y marcado con el hierro de Torrestrella, fue sensacional. Pero claro, El Juli traía dos sobreros de los suyos y resulta que salió uno y le formó Morante el taco.

Apretó el de Garcigrande en los capotes, se fue suelto al picador que hacía puerta, buscó esos mismos terrenos en banderillas y Morante ordenó que El Lili se lo trajera de una punta a la otra de la plaza para empezar la faena de muleta. Éste, después de mirar al maestro cagándose en sus castas, pasó las de Caín porque el toro no salía de los vuelos del capote.

Nadie, viéndolo cómodamente apoyado en la barrera, podía imaginar que aquel hombre estaba dispuesto a jugarse la vida. Escarbó el toro en el primer cite antes de embestir con mucho carbón, pero Morante lo pasó por arriba en cinco ayudados bravíos abrochados con un remate ya por bajo. Las palmas echaban humo porque el toro tenía jiribilla y enfrente había un torero de verdad. Lo citó en la media distancia, galopó el de Garcigrande comiéndose la muleta y el valiente le ligó cinco y el de pecho girando los pies en una loseta, sin ceder un palmo de su territorio, así, con la muleta siempre puesta por delante para que el toro no viera otra cosa, para que no se creciera, para que supiera desde el primer momento quién mandaba allí. Una duda, una sola duda, y el enemigo se hubiese hecho amo del ruedo, como lo era hasta que Morante se hizo presente con la pañosa.

El siguiente ramillete de redondos fue descomunal. Cortaban los pitones el aire junto al cuerpo del torero, que se cimbreaba sin moverse, enterrado en la arena, sometiendo aquella casta pero con la belleza que demanda este misterio del toreo, que es una lucha convertida en arte. Un cambio de mano, como un ramalazo de fantasía, dejó clavado al toro en el sitio, y allí, en ese mismo sitio, le cogió la mano izquierda. Y con toda la pureza y toda la hondura de este torero inalcanzable, surgieron unos pocos de portentosos naturales con el toro al galope y la muleta arrastrando, y luego otra vez con la derecha y de nuevo con la izquierda, el Genio de la Puebla toreaba con sentimiento y poderío, reunido con el toro, casi fundido con él, en aquella monumental obra de arte. Media docena ligadísimos con la derecha fueron apoteósicos porque el toro se revolvía aún pidiendo guerra y Morante, embraguetado, convertía cada suerte en una angustia liberada por la magia de sus muñecas. Y otra tanda final, ahora de naturales abrochados con uno de pecho a la hombrera contraria, cerró el asunto y puso orden en una Maestranza que, puesta en pie, había recuperado al fin su identidad.

No se puede torear a la vez con más sentimiento, con más verdad, con más valor, con más hondura, con más pureza y con más compás que José Antonio Morante de la Puebla, quizá, el mejor torero de la historia.

Post scriptum: Morante, llámame un día de estos y te explico cómo se coge la muleta para el cartucho de pescao. De nada.

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