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El toreo cabal de Ángel Téllez, por la Puerta Grande

Imagen: PLAZA 1

Sereno y siempre en torero, templado y gustándose, Ángel Téllez cautivó a Madrid con su finísimo estilo, con su soberbio saber estar, impropio de un joven inexperto. Y con la mente lúcida, toreó cabalmente a dos toros excelentes que, de no haber aprovechado, quizá hubieran supuesto su ruina profesional. Pero él no. Él salió por la Puerta Grande.

Justo antes del paseíllo su cara era de una seguridad pasmosa, lo cual denotaba inconsciencia o determinación. Era, en efecto, lo segundo. Por eso se sacó casi a los medios al primero de su lote y engarzó ligados varios redondos muy limpios, con el cuerpo encajado, y los abrochó con un pase de pecho interminable mientras rugían ya los tendidos.

Fue menos lograda la segunda, pero en el de pecho el toro le pegó una voltereta y se mantuvo esa conexión entre el ruedo y la grada, ahora por la vía del miedo. De nuevo en pie cogió la izquierda y dibujó un natural lentísimo en medio de tantas ansias de gloria, y otra vez con la zurda y muy de frente, tres naturales ligados calaron de verdad, y luego otros dos cargando la suerte y rematando con el de pecho quedándose en el sitio. Y entonces, ya con la espada de matar, unos ayudados por bajo torerísimos y un genial pase del desprecio hicieron crujir a todo el coso. Y el gentío, cautivado por su toreo cabal, no quiso ver el bajonazo final y pobló la plaza de pañuelos. La revelación de San Isidro comenzaba así una tarde soñada.

Fue aún mejor lo del sexto, bravo y con clase, de embestida profunda. Salió frío pero se calentó en varas, apretando fijo y bravo, así que Ángel lo midió en un quite por gaoneras con la planta muy quieta. Muleta en mano no perdió tiempo y se puso a torear.  Se entendió con él desde la primera serie en redondo, muy limpia, pero templó más la embestida en la siguiente, más reunida, de toreo más hondo. Y entonces se echó la muleta a la izquierda ya para consagrarse. Con los vuelos arrastrando dibujó unos muletazos exquisitos, y luego le cambió el pitón y ralentizó la embestida en dos muletazos cumbres otra vez en redondo, acompasando el ritmo del toro al suyo.

Ya con la espada de matar, brotaron otra vez tres naturales soberbios y luego apareció la inexperiencia de querer cruzarse y colocarse cuando lo que pedía el toro era la muleta por delante. Resolvió esa distorsión momentánea con un pase de pecho a cámara lenta, y necesitó un pinchazo antes de la estocada y el descabello para que el delirio no fuese absoluto. Pero dio lo mismo, porque cuando se torea con gusto, con sabor, con mensaje, con esa elegancia y esa clase, lo hecho ahí queda como una huella en la memoria.

Había alternado Ángel Téllez -y no le pesó- con dos toreros en mi opinión maravillosos. Uno era Alejandro Talavante, cuya solemnidad y prestancia tropezó con dos toros a menos, pudiendo dejar sólo una serie de dobladas fantásticas en el primero de su lote; y el otro era Diego Urdiales que, hoy sí, dibujó una docena de redondos de una cadencia sublime, aterciopelados, con el compás y el mimo de los toreros con sensibilidad. Luego se fundió el toro y con él se apagó la faena, quizá porque la tarde estaba destinada para la nueva promesa, para la gran revelación de San Isidro. Le queda todo el camino por delante, pero su toreo cabal le ha abierto hoy la Puerta Grande de Las Ventas.

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