Les advierto. Si hoy no cito a todos los poetas y músicos habidos y por haber paridos por esta bendita tierra que nos calienta ardientes los pies y las almas, será porque mi médico de cabecera, dígase mi señora madre, no me lo permite. Creo que hoy sólo nos quedan dos caminos, a la carta según comensal. O ser un poquito más cuerdos o volvernos un poquito más locos. Si de algo les suena mi nombre, sabrán de sobra que he escogido sin pensarlo el segundo, y acabo de volver de peregrinar, junto a otros tantos fieles hermanos de tierra y otros no tanto, de la vera del camino abierto por los mismos remates de un traje Celeste y azabache que hoy, valga la redundancia, abrió las Puertas del Cielo. Sea todo culpa de quien lo vistió: Morante de la Puebla.
No sé ni por dónde empezar en este cuarto, así que lo haré por el principio. Fue hacerse en plaza este astado del color del carbón, y ya estaba Morante esperándolo con sus vueltas verdes prestas al cite, que lo embarcaron por afarolados de pie para luego reducirlo a milésimas en su capa tal y como se le engujó el rostro a Cristo. Una. Caminó hacia el caballo, montado sobre la rabia de las crines negras. Dos. Tafalleras. Tres. Verónicas. Verónicas. Pleno, pleno. Cuatro, cinco, seis, ¿qué se yo? Les mentiría si les digo que las conté. Les mentiría si les digo que recuerdo algo con nitidez. Lo que sé es que se sostenía sobre un aura litúrgico, haciendo parecer que la Pascua en esta bendita tierra la celebramos en torno a su Capote. Mayúscula y todo, corta se queda. No quieran entenderme, no creo haberlo hecho yo en suficiencia. Los ojos pestañeaban sumidos en la más plena estupefacción. Todo ello envolviendo una lidia de varas y garapullos que se revistió de discreta perfección, pragmatismo férreo que no tapaba las grandes luces de su Creador.
Brindis a nadie, pues a nadie se debe el arte. Salvo a José Antonio Morante Camacho en la ciudad de Sevilla en lo que rondaban las ocho de la tarde, tarde que caía como sembró Manuel Molina. Cuando quisimos despertarnos, sorprendieron las estrellas a el acometer en la pañosa del cigarrero, que lento trazó para bordar la obra más rotunda que han visto los ojos de cualquier mortal sobre este albero en muchos, muchos años. La faena fue un saludo, un homenaje, a los dos altares humanos del toreo que se ofrecieron al culto hoy: Curro y Paula, ambos aquí, presenciando un trazar y componer de millones de momentos de los cuales es difícil rescatar más que el olor, que era a locura completa y absoluta. Era un manicomio la plaza de toros de la Real Maestranza de Caballería de Sevilla. Y en lo que más quiso, sacó la Tizona Morante, la desenfundó… y cayó en todo lo alto. Ocurrió. Historia. Morante, dos orejas y rabo en Sevilla. Vuelta al ruedo al toro.
Poderoso, encajado, sentido quiso hacerse ver Morante con el capote entre las manos en su vuelta al albero dorado, ganándole espacios por cada lance soplado. Monumentalidad en el percal a la verónica. Entre meticulosas gasas tuvieron que llevarlo en el tercio de varas al primero de la tarde, tras dar una fuerte voltereta previa a pelea alguna que hizo relucir escasez de fuerza. Llegado a banderillas, el astado se movió con cierto rebrinco, más bien trotón su caminar para acudir al sesgo, que deslució un tanto el tercio. Muleta. Morante quiso hacer según mandan los cánones, pasar aliviado y luego exigir, lo que hizo con garbo si hablamos del primer lugar, pero luego no logró en segunda parte. No por no pedirle en muletazos, si bien pintó más de dos y tres luces dentro de cada tanda, sino por ser irregular el burel de pieles rojas en su tranco y sobre todo codicia, que tanto quiso por momentos que luego no dio para más. Abrevió con torero deje, y se fue a por el estoque Morante. Estocada un punto tendida pero en el sitio y un descabello, que terminó por valer. Ovación con saludos.
¿Qué esperan si les digo que un toro se pone a embestirle a Juan Ortega metiendo la cara desde que embarca pitón mientras él tiene la esclavina a la altura de la cintura? Pues qué les voy a decir. Si no se lo imaginan la llevan clara, porque complicado es ponerle nombre a esto. A este colorado, un tantito gacho de cabos que fue tercero en suerte, el de Triana le sacó néctar de las agujas, enroscándose con él, ganándole la acción como se debe: con las palmas de las manos, las muñecas y la cintura. Nada más, no hay. Ni Tejera supo callarse. Se pidieron puyazos de puntería quirúrgica desde los tendidos, y así se terciaron estos, en lo que Ortega lo quitó de por medio en unos delantales solemnes, templados, que remató con una media de oro. No se ama sin celos, ahí estaba Morante para quitar tras el segundo puyazo. Chicuelo, arrebatado pero más jondo si cabe, tres o cuatro (no estábamos para contar) y una media a pies juntos que hizo crujir de nuevo los arcos de la Maestranza. Pues adivinen. Réplica de Ortega. A la verónica de nuevo, algo sobreexigido el colorado, que capote tenía, pero también un tercio de muleta por delante. Pasó sin hacer ruido por banderillas, plantándose así en el tercio de muerte. Brindis del matador a Curro Romero, ahí queda eso. Ralentí, panza de muleta, arrastre y vuelos resumen de más honrosa manera cada uno de los derechazos y naturales que se cantaron pasadas las rayas. Tres tandas y media sirvieron para construir una faena de esas en las que no hace falta más, que hace asomar el trofeo como si pareciese fácil, siendo en realidad lo más difícil del mundo como cantaba Enrique Morente. El trofeo se lo arrebató a Ortega su errar con la espada, pinchando y poniendo luego casi media estocada agarrada que valió. Ovación con saludos.
Cadencioso en su afán meció el percal Juan Ortega a la hora de medirse en saludo al último burel de la tarde, a la verónica como lo fue y es, repitiendo el colorado, de buen aire aun algo despegado del suelo. En el caballo el castigo fue medido y sin más adorno, mientras que las banderillas se iban agarrando por pares en un distraído discurrir en medio de una, si no la mayor palia que ha visto uno tras un faenón, que todavía duraba en el personal. Se fue para hacerle faena Ortega en un intento de batirse frente a la tormenta entre silencios, sabiendo de lo difícil de su contienda. Pues hasta así consiguió el de Triana raspar gargantas en los tendidos. Sin embargo, todo se dio en un ambiente estéril, aislados los lances, que aunque valiosos, poco podían ya relucir con la noche asomando y la Puerta del Príncipe entreabierta. Pinchó y mató finalmente hábil en la segunda entrada. Silencio.
Escopetado salió el segundo de la tarde, negro de pieles, de callado remate, sin encontrar Urdiales su aquel de capote para hacerlo. Brusco fue en el caballo, donde siguió imperando el desorden en el comportamiento del animal, que marcó ser suelto e irregular e incierto al cite, o lo que viene a ser lo mismo, manso. Fue cuando soltaron los rehiletes al aire cuando se quiso hacer de notar en dicha faceta el bovino, y lo hizo en forma de arreón limpio, que es gerundio, y adiós muy buenas. Hasta tres apuros recetó a los peones, que dijeron aquello de ‘cabezas abajo’ tras lograr clavar sus respectivos pares con la mayor ortodoxia que la situación permitía. Así, se apareció la franela. Urdiales quiso estarle, no guió su hacer el prejuicio que podrían sembrar previos tercios. Inteligente, en un citar y trazar de búsqueda constante, desentendido el animal del engaño, convirtió el arreón en muletazo y el muletazo en ‘ole’ tanto como pudo y supo. El problema se lo encontró en el momento en que en vez de tener que salirlo a buscar, le buscaban sus marfiles ahora, por lo que no pudo andar en mayores extensiones. El estoque lo sacó pinchando primero, seguido ello de una clamorosa vuelta al ruedo en trote cochinero del animal, seguido esto de un una estocada habilidosa que sirvió.
Resacoso el suelo de almohadillas y sombreros, tardó en salir el quinto de la tarde, toro castaño, algo basto de expresión pero acorde de sienes. Mero devenir, sin mayor luz a poder nacer tras lo acontecido, fueron los primeros compases de su caminar por el ruedo, capote de Urdiales incluido. Primeros golpes de atención sonaron al forcejeo que desembolsó con su piquero, al que por momentos tuvo en dos patas sin llegar a derribar. Arreó un tanto en el tercio de palos el castaño, aguantando de sobaquillo por lo general los del riojano. De muleta, en su veteranía a pesar de no abrir cartel, Diego Urdiales sentó constancia por encima de todo sin aliviarse ni un momento pese a no encontrar respuesta suficiente en tendidos, puesto que tenía cierto material con que trabajar en su oponente. A pies juntos, principalmente con la zurda, como quien abre su verbo en la palestra, desempolvó los bajos de los estribos Urdiales faenando sereno, para sí, luego para el toro, y luego para los demás. Se fue enterando el personal, que conectó al asomar cabeza cierto peligro por algunas bruscas vueltas del astado, y eso lo aprovechó el de Arnedo en el último tramo de su obra para esforzar un punto más por grabar algo más en la mente del aficionado en una tarde como la que fue hasta el momento. Estocada arriba que sirvió al tiempo, que brindó ovación con saludos.
Qué voy a decir, si es “tó pa ná”, como en su día dijo el maestro Pepe Luis Vargas, teniendo por delante semejante camino de expresión, que cuenta milenios de historia en tres compases y medio. Hoy vivimos algo histórico, que tanto advertimos de boquilla desde hace ya y sin embargo tan poco nos creíamos al tenerlo hoy ante nuestros ojos. Morante, dijimos, cortará un rabo en Sevilla. Pero es que hoy lo ha hecho. ¿Y ahora qué? Pues les cito a Silvio y me callo ya, en mi intento por no estropeárselo más a ustedes.
Plaza de toros de la Real Maestranza de Caballería, en Sevilla. Octava de la Feria de Abril. Más de tres cuartos de entrada. Toros de Domingo Hernández, el 4º premiado con la vuelta al ruedo. primero, segundo, tercero y sexto, faltos de final; quinto con opciones, pero falto de rotundidad
Morante de la Puebla (de celeste y azabache), ovación con saludos y dos orejas y rabo.
Diego Urdiales (de sangre de toro y oro), silencio tras aviso y ovación con saludos.
Juan Ortega (de rosa palo y oro), ovación con saludos y silencio.