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Arte en Marfiles V: “LAS ARENAS DE ARLES”, de Vincent Van Gogh

Siempre que se extiende sobre el lienzo la Fiesta de los Toros, es o bien el de los marfiles o bien alguno de los héroes vestidos de luces quien ostenta el retrato o la efigie en acción, ya sea entre sangre y arena, o en un estudio, la calle o hasta el patio de cuadrillas. También en el campo, el tótem al que rezan los capotes y las muletas es pincelado con la gallardía soberana propia de un retrato ecuestre de Velázquez, en una épica inerte que apasiona a través del ojo y el semblante, como si de la realidad más verdadera se tratase.

Pero ¿qué es la Fiesta sin su público? Vincent vivió en Arles, y qué menos pudo hacer que visitar el Coliseo de las Arenas, del cual el toro es emperador y señor desde hace siglos. No pudo resistir la llamada de los clarines, pues al artista si hay algo que le puede, es la tentación. ¿Y qué pintaría, si de Toros se ha cantado, escrito, esculpido y pintado todo y más, y sigue sin abarcarse? Simplemente pintó lo que veía a su alrededor. Permítanme que les diga: es más que suficiente. Pues él veía lo que otros no.

Los tendidos son reflejo de la sociedad, y por lo tanto en ellos está representado todo estamento, clase o como quieran llamarlo. Todos valen lo mismo: total, cuando cae el sol la sombra paga por todos la entrada de tendido más cara, regalándole el fresco a los más pobres, a los que empeñaban el colchón para ir a ver aquello. Van Gogh aquella tarde era uno más, de orejas intacto aún. Dios sepa si quien toreaba aquella tarde era Mazzantini, Lagartijo, Frascuelo o Gallo. Pero aquello quedó en su retina, y de ahí pasó al óleo, año de 1888.

El cuadro transmite a quien lo mira, primeramente, aquello que llamó la atención del neerlandés a primera vista: el colorido. Como si su pincel hubiera regado aquella tarde la plaza, rebosando hasta los tendidos. Desde la coherente incoherencia de su cromatismo con respecto a la realidad (bendita sea) y un personalísimo postimpresionismo, vació su paleta en busca de la esencia que desprende la piedra milenaria cada Pascua en Arles. La perspectiva dibujada ofrece enfoque a lo más cercano, el cual difumina a medida que las gentes se alejan para acercarse al ruedo. Pero ni un alma se le escapa: captura la vida del cuadro del uno al otro confín.

Van Gogh pintaba mirares hasta sin quererlo, hasta en donde no se atisban. Van Gogh pintaba en el lienzo y en los ojos de quien le miraba. Van Gogh toreaba con el pincel, con la sutil pero poderosa fragilidad que quien se sabe maestro de su arte. Pintó el sombrero y las sombrillas, el sol y la sombra. Hasta susurros pintaba, hasta alegrías. También la magia del gentío arremolinado en las gradas, y el calor del ruedo que a todos ampara. No le hizo falta ni toro: nada nuevo para estos tiempos. Con lo que hacía, ya te podías imaginar lo que no estaba ahí. 

Al no ser el público ni una, ni dos, sino miles de almas, Van Gogh ofrece un paisaje alejado de lo urbano pero que emana de los aledaños del centro de la ciudad de Arles, allá por la ronda de las Arenas, donde trajes se rasgaban cada Pascua al son de toreros desgarrados y caballos que se morían. Resalta la importancia de las gentes, como colectivo y jamás como particular. A más de uno y de dos le vendría bien tomar nota de lo que pintaba Van Gogh, para darle al público la importancia que tiene y merece, antes que vender el pan al mayor postor. Porque esto es de ricos, de pobres, burgueses, obreros, curas, ateos, hombres, mujeres, blancos, negros y grises. Si no, ¿de quién va a ser? Nadie es Van Gogh para pintarse a la afición en un bolsillo, ¿no?

Aquella tarde estuvo fino, pero como según dicen pintó el cuadro de memoria, fue tarde para la presidencia de cara al otorgarle trofeo alguno. Cuenta la leyenda que, una vez terminado el cuadro, pocas semanas después, se cortó la oreja para regalársela a Gauguin, tan odiado como amado por él. Yo le hubiera dado las dos, pero de ser mis orejas con la vuelta al ruedo hubiera bastado. Hay que estar loco, muy loco. Pero bendita e irreverente locura. No dejemos de pintar nunca los tendidos. El pincel ahora es nuestro.

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