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Arte en Marfiles I

“Vela, paleta, cabeza de toro rojo” de Pablo Picasso

Dicen que empezar suele ser lo más complicado, así como quien anda sus primeros pasos o quien esboza sus primeras palabras. No es sencillo, discúlpenme. Miren que ya son letras las que he escrito sobre las páginas de Toreteate, y lo nuevo sigue tocando a mi puerta. Es de agradecer que mi arte, si pudiera ser así llamado, pueda campar a sus anchas por aquí.

De eso precisamente me gustaría ser capaz de hablarles en esta nueva sección, en este lienzo aún en blanco, de arte. No sólo como las bolitas que del mismo Cielo se atrevían a caer según hablaba Paula, de todo lo que ello conlleva más bien en tanto al guardián de los campos íberos, el de los marfiles, el toro, vaya. Y no únicamente desde lo plenamente objetivo, dígase de todo arte que huela a pitón. No necesariamente. Todo lo que ocurre y envuelve un ruedo respira del mismo, y todas las artes caben en él. Hoy es Picasso, pero cualquier día de estos les hablo de Rodin, de Lorca, de Jamen Dean o de Kanye West si se me apetece. El toro es metáfora del mundo, de la vida. ¿Y qué es el arte si no? Todo cabe. Y nada pasa.

Ya les dije, hoy tenemos frente a nosotros al genio malagueño, al padre del cubismo, a Pablo Diego José Francisco de Paula Juan Nepomuceno María de los Remedios Cipriano de la Santísima Trinidad Mártir Patricio Clito Ruiz y Picasso, Pablo Picasso para los colegas. De Paula rondando por ahí, como si de una premonición se tratase, en común para ambos la sutileza desgarrada, uno con un pincel, el otro con capote y muleta.

Fíjense en la obra. El título no puede ser más descriptivo, ya me gustaría a mí tener semejante capacidad para decretar titulares sobre cada crónica que se me derrama del lápiz, la verdad. Vela, paleta, cabeza de toro rojo. Tomémoslo para observarlo, como si de un astado que sale al ruedo se tratara, pendiente de sus gestos, sus andares y miradas. Cuando uno tiene un cuadro de frente, las miradas se mantienen y los gestos y andares cobran movimiento en una realidad tan ajena como nuestra, que aparentemente inerte, se nos revela como si nada, en cualquiera de sus sentidos.

En este cuadro, ocurre algo similar a lo que he tratado con anterioridad, para introducirles la sección. Cada elemento del cuadro tiene su significado, siendo la cabeza del toro, particularísimamente imaginada, impresa la persona de Picasso en su gesto y compostura, el centro de la obra a pesar de encontrarse atrincherada a la derecha del escritorio sobre el que quiero pensar que se encuentra. La cabeza del toro, más bien pudiendo parecer un hombre, o el mismo diablo como resquicio de muerte, se asoma a las artes, alumbradas con una vela, que perfectamente podría representar la verdad. Los colores no son menos, estando el omnipresente rojo como foco de atención, como testigo de la sangre, el fuego, la pasión, por encima del casi teatral, místico frío que desprende la atmósfera de azules y verdes cubistas de Picasso.

¿No lo notan? Cada tarde de toros ocurre lo mismo. El toro es la vida y la muerte, siendo una u otra puramente en sus marfiles, y el ruedo son las artes, siendo la vela todo quien allí se halla, toda verdad que se pueda decir y hacer frente al animal, que, inocente y a la vez sabedor, se asoma a las artes con la curiosidad de la sapiencia inconsciente, con la curiosidad del niño que va a conocer mundo. Y va a morir viviendo por el arte, o no. La vida será o tal vez no será, pero el arte que pinte, cante o escriba sobre las arenas quedará por los siglos de los siglos.

Tal vez Picasso lo sabía, o lo mismo desde su genialidad pintó con manos de Cielo, casi sin darse cuenta, de que estaba esbozando con su pincel la alegoría de la Fiesta de los Toros, postrada sobre un escritorio, con el incipiente cubismo por camino y lo símbolos por bandera. Si la verdad prevalece, estamos salvados. Que no se les olvide, que el arte no se ensaya. Y si hubiere alguna manera de favorecerlo, es con la verdad y la Fe por bandera. Que esto es muy grande, señoras y señores. No se dejen engañar.

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